El momento de quiebre de mi vida lo tuve cuando tomé la decisión de separarme de mi esposo, con quien llevaba 8 de años de matrimonio.
Desde el día que me casé supe cuál iba a ser la causa de un eventual divorcio y ese aspecto siempre estuvo latente durante mi relación. Desde el principio tuve muy claro cuáles aspectos de mi esposo no me gustaban, pero la corta edad de 25 años que yo tenía para ese momento y la inmadurez mental y emocional que vivía, me hizo pensar que cualquier situación era susceptible de cambio y que seguramente, con el tiempo y el amor, mi esposo cambiaría aquello que yo detestaba de él: su inestabilidad profesional y económica, sus escasas ambiciones y su forma relajada de ver la vida.
Pues bien, el tiempo pasó, yo terminé la universidad, hice dos especializaciones, trabajé en grandes empresas buscando un desarrollo profesional y logré adquirir mayor experiencia, títulos y reconocimiento en mi campo. Mi esposo, por su parte, también tuvo alguna evolución, pues aunque siguió en el mismo trabajo y con los mismos problemas, presentó algunos cambios físicos propios de la edad, intensificó su vicio de fumar pasando de 1 a 2 cajetillas diarias, perdió estado físico, pero sobre todo y sin mayor explicación, su cambio más significativo fue su incremento desmedido en deudas de cualquier tipo, su falta de ambición y su interés, cada día más evidente, de pasar menos tiempo en la casa.
No puedo negar que fui feliz los primeros años de mi relación y que amé a mi esposo hasta el último día de nuestro matrimonio. Sin embargo, cuando falta el dinero, la admiración profesional y el interés mutuo ha caído en deterioro, es momento de pensar y de tomar decisiones. Durante más de 3 años lloré a diario en las noches, encerrada en el baño de mi habitación, ante la evidente frustración que me generaba la vida que estaba viviendo y la tristeza de ver que en mi vida no pasaba nada, solo el tiempo, y que mi matrimonio no tenía ningún sentido. Sin embargo, ante mi familia y mis amigos, mi matrimonio parecía perfecto, porque siempre quise que eso creyeran y que al menos, en la mente de los demás, mi vida pareciera feliz, aunque por dentro sintiera un profundo dolor de ver cómo me iban pasando los años y nuestra relación no avanzaba.
Intenté muchas veces darle una nueva oportunidad a la relación. Cada año hacía un balance de la misma a principios del mes de enero, una vez finalizadas las vacaciones y de regreso en la cruda realidad. Los resultados siempre fueron desalentadores, pero aún así, luché por mantener y mejorar nuestra relación y por ser una buena esposa.
El también fue un buen esposo, no lo puedo negar, pero no era el hombre de quien yo me sintiera orgullosa, con quien pudiera llegar a la vejez con la satisfacción de haber cumplido nuestras metas, ni a quien pudiera confiarle el cuidado de mi salud ni de los hijos que algún día soñamos tener, situación a la que, confieso, le huí desde el principio de mi relación, ante la absoluta certeza del fracaso futuro.
Que triste es esperar día a día la llegada del golpe del fracaso, ese golpe que sabes que va a aparecer tarde o temprano y que por alguna extraña razón, masoquismo, tal vez, solo esperas que se retrase en el tiempo dilatando aún más la agonía ya existente.
Sufrí mucho cuando me di cuenta que nada iba a cambiar, que cada conversación de nuestras debilidades y de los cambios de nuevo año iba a quedar guardada en un cajón y que mi vida siempre sería la misma, llena de tristeza y de frustraciones. Hasta que después de 8 años, de llorar no solo una noche sino dos días enteros por la evidente depresión que me estaba atacando, fue cuando tomé la decisión de buscar ayuda profesional para entender que era necesario decir adiós, aunque interna e inconscientemente ya lo había hecho, y para informarle a mi familia que el cuento de hadas del amor eterno y sincero que les hice creer que vivía, era solo eso, un cuento, que yo me obligué a creer y a perfeccionar cada año, porque mi arrogancia no me permitía admitir que tenía problemas como todos los seres humanos, que era infeliz y que mi vida no era perfecta y que estaba llena de frustraciones y tristezas.
Llegó el día de dejarlo todo atrás y decir adiós. Fue el día más difícil de mi vida y pensé que me iba a morir, que se me venía el mundo encima, que todos los que siempre creyeron que tenía una relación perfecta me juzgarían y que empezar de nuevo, sola, iba a ser imposible. Preparé un discurso para explicarle a mi esposo que lo que tantas veces le había dicho finalmente se materializaría y que ahora sí era el momento de separarnos, que esta vez no era una pataleta de inicio de año…pero desafortunadamente no me dejó decir nada diferente a que me quería divorciar, sin darme la oportunidad de darle ninguna explicación, porque se fue sin escucharme, sin luchar, sin preguntar por qué, sin querer saber lo que sentía, sin intentar persuadirme para luchar juntos…sencillamente se comportó como siempre se portaba ante cualquier situación de la vida, con un absoluto letargo, como si nada lo moviera, como muerto en vida.
Ese día fue muy largo y doloroso, y no quisiera volver a recordarlo nunca más. Aunque trato de olvidar ese momento, el día en que mi historia se partió en dos, es difícil para mí no derramar lágrimas al revivirlo, porque nunca había escrito sobre el mismo y aunque sea un duro reto, creo que ha sido el ejercicio más sano para el corazón. El apoyo de mi familia fue fundamental durante ese duro proceso para no derrumbarme y para seguir teniendo la fortaleza que requiere quien toma la decisión de cambiar los planes de vida y elegir el camino de la racionalidad, por encima del amor.
Aunque suene frase de cajón, la familia es lo único que se tiene en los momentos difíciles, porque siempre van a estar allí, escuchándote y apoyándote cuando les des la oportunidad de hacerlo. Sufrirán y llorarán contigo, al principio te juzgarán pero finalmente te entenderán y te animarán a levantarte una y mil veces como lo hacían tus padres cuando eras una niña, a la que le estaban enseñando a vivir.
De inmediato y sin esperarlo, apareció mi principal aliado, al que negué durante 8 años por estar casada con alguien que decidió no creer en nada ni en nadie, ni en él mismo. Inexplicablemente empecé a sentir la compañía y el apoyo divino, la presencia de Dios en mi vida, sin cuestionarme por haberlo abandonado, animándome a salir del dolor y a darme cuenta que la vida, con él a mi lado, es bella, tranquila, llena de paz y de fe. Le pedí perdón una y mil veces por haberlo traicionado, por haber negado su existencia y cerrado mi corazón a su gran amor, y me perdonó de inmediato, acogiéndome como un padre que espera con los brazos abiertos el regreso de un hijo y haciéndome sentir que siempre estuvo a mi lado, aunque yo me negué a verlo. Desde ese día todo fue diferente, sin que suene fanático ni irreal, pero así lo viví.
Sentí cómo al poco tiempo de mi momento de quiebre aparecieron ángeles que me tendieron su mano y que incondicionalmente me brindaron su ayuda. Poco a poco las lágrimas y el dolor fueron desapareciendo, aliviados por quien siente haberse quitado un millón de kilos de encima, y transformándose en fortaleza y decisión para asumir la nueva vida. La situación en mi trabajo no pudo ser mejor, empecé a estudiar nuevamente, mi situación económica poco a poco se fue restableciendo y sin quererlo ni buscarlo, nuevamente apareció el amor. Un amor sincero, difícil al principio porque nunca es fácil volver a empezar, pero que fue perseverante, atento, generoso, lleno de ternura y de todo eso que pensé que nunca volvería a vivir.
En mi proceso me di cuenta que cometí errores que espero no volver a cometer nunca más. Fui arrogante y me porté como un verdugo, sin importarme herir los sentimientos de mi esposo y sin interesarme en saber qué pasaba por su cabeza, pues me jactaba de tener la razón absoluta. Es posible que eso también haya contribuido a la falta mutua de interés en nuestro matrimonio y al fracaso que desde el primer día supe que iba a tener.
Hoy le doy gracias a Dios por mi vida, por mi familia, por mi relación y por darme su mayor bendición: la felicidad de ser madre dentro de pocos meses, de un bebé que añoré con todas las ansias de mi corazón y que nacerá bajo el mayor amor y felicidad que pensé que nunca volvería a encontrar.
Agradezco a mi amiga por la invitación que me hizo para contar mi historia y espero que te ayude a levantarte de ese momento de quiebre o a tomar la difícil decisión, si aún no lo has hecho. El dolor es largo, pero no eterno.
Feliz mes de la mujer.
Angela M. Velasco
Abogada
[email protected]
Desde el día que me casé supe cuál iba a ser la causa de un eventual divorcio y ese aspecto siempre estuvo latente durante mi relación. Desde el principio tuve muy claro cuáles aspectos de mi esposo no me gustaban, pero la corta edad de 25 años que yo tenía para ese momento y la inmadurez mental y emocional que vivía, me hizo pensar que cualquier situación era susceptible de cambio y que seguramente, con el tiempo y el amor, mi esposo cambiaría aquello que yo detestaba de él: su inestabilidad profesional y económica, sus escasas ambiciones y su forma relajada de ver la vida.
Pues bien, el tiempo pasó, yo terminé la universidad, hice dos especializaciones, trabajé en grandes empresas buscando un desarrollo profesional y logré adquirir mayor experiencia, títulos y reconocimiento en mi campo. Mi esposo, por su parte, también tuvo alguna evolución, pues aunque siguió en el mismo trabajo y con los mismos problemas, presentó algunos cambios físicos propios de la edad, intensificó su vicio de fumar pasando de 1 a 2 cajetillas diarias, perdió estado físico, pero sobre todo y sin mayor explicación, su cambio más significativo fue su incremento desmedido en deudas de cualquier tipo, su falta de ambición y su interés, cada día más evidente, de pasar menos tiempo en la casa.
No puedo negar que fui feliz los primeros años de mi relación y que amé a mi esposo hasta el último día de nuestro matrimonio. Sin embargo, cuando falta el dinero, la admiración profesional y el interés mutuo ha caído en deterioro, es momento de pensar y de tomar decisiones. Durante más de 3 años lloré a diario en las noches, encerrada en el baño de mi habitación, ante la evidente frustración que me generaba la vida que estaba viviendo y la tristeza de ver que en mi vida no pasaba nada, solo el tiempo, y que mi matrimonio no tenía ningún sentido. Sin embargo, ante mi familia y mis amigos, mi matrimonio parecía perfecto, porque siempre quise que eso creyeran y que al menos, en la mente de los demás, mi vida pareciera feliz, aunque por dentro sintiera un profundo dolor de ver cómo me iban pasando los años y nuestra relación no avanzaba.
Intenté muchas veces darle una nueva oportunidad a la relación. Cada año hacía un balance de la misma a principios del mes de enero, una vez finalizadas las vacaciones y de regreso en la cruda realidad. Los resultados siempre fueron desalentadores, pero aún así, luché por mantener y mejorar nuestra relación y por ser una buena esposa.
El también fue un buen esposo, no lo puedo negar, pero no era el hombre de quien yo me sintiera orgullosa, con quien pudiera llegar a la vejez con la satisfacción de haber cumplido nuestras metas, ni a quien pudiera confiarle el cuidado de mi salud ni de los hijos que algún día soñamos tener, situación a la que, confieso, le huí desde el principio de mi relación, ante la absoluta certeza del fracaso futuro.
Que triste es esperar día a día la llegada del golpe del fracaso, ese golpe que sabes que va a aparecer tarde o temprano y que por alguna extraña razón, masoquismo, tal vez, solo esperas que se retrase en el tiempo dilatando aún más la agonía ya existente.
Sufrí mucho cuando me di cuenta que nada iba a cambiar, que cada conversación de nuestras debilidades y de los cambios de nuevo año iba a quedar guardada en un cajón y que mi vida siempre sería la misma, llena de tristeza y de frustraciones. Hasta que después de 8 años, de llorar no solo una noche sino dos días enteros por la evidente depresión que me estaba atacando, fue cuando tomé la decisión de buscar ayuda profesional para entender que era necesario decir adiós, aunque interna e inconscientemente ya lo había hecho, y para informarle a mi familia que el cuento de hadas del amor eterno y sincero que les hice creer que vivía, era solo eso, un cuento, que yo me obligué a creer y a perfeccionar cada año, porque mi arrogancia no me permitía admitir que tenía problemas como todos los seres humanos, que era infeliz y que mi vida no era perfecta y que estaba llena de frustraciones y tristezas.
Llegó el día de dejarlo todo atrás y decir adiós. Fue el día más difícil de mi vida y pensé que me iba a morir, que se me venía el mundo encima, que todos los que siempre creyeron que tenía una relación perfecta me juzgarían y que empezar de nuevo, sola, iba a ser imposible. Preparé un discurso para explicarle a mi esposo que lo que tantas veces le había dicho finalmente se materializaría y que ahora sí era el momento de separarnos, que esta vez no era una pataleta de inicio de año…pero desafortunadamente no me dejó decir nada diferente a que me quería divorciar, sin darme la oportunidad de darle ninguna explicación, porque se fue sin escucharme, sin luchar, sin preguntar por qué, sin querer saber lo que sentía, sin intentar persuadirme para luchar juntos…sencillamente se comportó como siempre se portaba ante cualquier situación de la vida, con un absoluto letargo, como si nada lo moviera, como muerto en vida.
Ese día fue muy largo y doloroso, y no quisiera volver a recordarlo nunca más. Aunque trato de olvidar ese momento, el día en que mi historia se partió en dos, es difícil para mí no derramar lágrimas al revivirlo, porque nunca había escrito sobre el mismo y aunque sea un duro reto, creo que ha sido el ejercicio más sano para el corazón. El apoyo de mi familia fue fundamental durante ese duro proceso para no derrumbarme y para seguir teniendo la fortaleza que requiere quien toma la decisión de cambiar los planes de vida y elegir el camino de la racionalidad, por encima del amor.
Aunque suene frase de cajón, la familia es lo único que se tiene en los momentos difíciles, porque siempre van a estar allí, escuchándote y apoyándote cuando les des la oportunidad de hacerlo. Sufrirán y llorarán contigo, al principio te juzgarán pero finalmente te entenderán y te animarán a levantarte una y mil veces como lo hacían tus padres cuando eras una niña, a la que le estaban enseñando a vivir.
De inmediato y sin esperarlo, apareció mi principal aliado, al que negué durante 8 años por estar casada con alguien que decidió no creer en nada ni en nadie, ni en él mismo. Inexplicablemente empecé a sentir la compañía y el apoyo divino, la presencia de Dios en mi vida, sin cuestionarme por haberlo abandonado, animándome a salir del dolor y a darme cuenta que la vida, con él a mi lado, es bella, tranquila, llena de paz y de fe. Le pedí perdón una y mil veces por haberlo traicionado, por haber negado su existencia y cerrado mi corazón a su gran amor, y me perdonó de inmediato, acogiéndome como un padre que espera con los brazos abiertos el regreso de un hijo y haciéndome sentir que siempre estuvo a mi lado, aunque yo me negué a verlo. Desde ese día todo fue diferente, sin que suene fanático ni irreal, pero así lo viví.
Sentí cómo al poco tiempo de mi momento de quiebre aparecieron ángeles que me tendieron su mano y que incondicionalmente me brindaron su ayuda. Poco a poco las lágrimas y el dolor fueron desapareciendo, aliviados por quien siente haberse quitado un millón de kilos de encima, y transformándose en fortaleza y decisión para asumir la nueva vida. La situación en mi trabajo no pudo ser mejor, empecé a estudiar nuevamente, mi situación económica poco a poco se fue restableciendo y sin quererlo ni buscarlo, nuevamente apareció el amor. Un amor sincero, difícil al principio porque nunca es fácil volver a empezar, pero que fue perseverante, atento, generoso, lleno de ternura y de todo eso que pensé que nunca volvería a vivir.
En mi proceso me di cuenta que cometí errores que espero no volver a cometer nunca más. Fui arrogante y me porté como un verdugo, sin importarme herir los sentimientos de mi esposo y sin interesarme en saber qué pasaba por su cabeza, pues me jactaba de tener la razón absoluta. Es posible que eso también haya contribuido a la falta mutua de interés en nuestro matrimonio y al fracaso que desde el primer día supe que iba a tener.
Hoy le doy gracias a Dios por mi vida, por mi familia, por mi relación y por darme su mayor bendición: la felicidad de ser madre dentro de pocos meses, de un bebé que añoré con todas las ansias de mi corazón y que nacerá bajo el mayor amor y felicidad que pensé que nunca volvería a encontrar.
Agradezco a mi amiga por la invitación que me hizo para contar mi historia y espero que te ayude a levantarte de ese momento de quiebre o a tomar la difícil decisión, si aún no lo has hecho. El dolor es largo, pero no eterno.
Feliz mes de la mujer.
Angela M. Velasco
Abogada
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